El videojuego ha madurado. Nosotros también.
En 2025, ya nadie en su sano juicio puede decir que los videojuegos son solo cosa de niños. Esa idea quedó muy atrás. Hoy los videojuegos están en todas partes: en móviles, en ordenadores, en consolas, en aulas, hospitales, museos y laboratorios. Son una forma de cultura, de arte, de aprendizaje… y también de puro disfrute.
La industria no ha parado de crecer. Lleva años generando más ingresos que el cine, la música y el streaming juntos. Pero lo más interesante no es cuánto dinero mueve, sino lo que nos mueve a nosotros. Los videojuegos se han convertido en un lenguaje universal, una forma de contar historias, explorar mundos y conectar con otras personas.
Y sí, cada vez jugamos más personas. En Europa, los mayores de 45 años juegan más que los niños de entre 6 y 14. Muchos de nosotros fuimos pioneros en esto. Empezamos con el mítico Pong, las consolas de Atari o los ordenadores como el Spectrum o el MSX. Aquellos gráficos pixelados y sonidos básicos eran la puerta de entrada a algo mágico… y nos atraparon.
Y aquí seguimos. Solo que ahora los mundos que exploramos son enormes, abiertos, llenos de detalles y de posibilidades. Juegos como Zelda: Breath of the Wild o Red Dead Redemption 2 nos permiten perdernos durante horas en paisajes que parecen de película, con historias profundas y decisiones que nos hacen pensar. Y lo mejor: jugamos a nuestro ritmo, como nos da la gana.
Los videojuegos han madurado con nosotros. Ya no son solo entretenimiento. Son lugares a los que vamos para aprender, para emocionarnos, para relajarnos o para sentirnos parte de algo. Son, en muchos casos, una forma de vida.

¿Drogas digitales o gimnasia mental?
Durante años se ha repetido que los videojuegos enganchan demasiado, que son adictivos o incluso peligrosos. Es una idea que sigue viva en muchas conversaciones. Pero la realidad, según la ciencia, es bastante más compleja.
Cada vez hay más estudios que apuntan en otra dirección: jugar a videojuegos, con moderación y buen criterio, puede ser bueno para la salud mental. Mejora el estado de ánimo, reduce el estrés, e incluso puede hacernos sentir más satisfechos con la vida.
¿Y por qué enganchan tanto? Seguramente porque tocan teclas muy humanas: nos dan libertad para movernos a nuestro ritmo, nos retan a mejorar y nos permiten explorar cosas nuevas. Son actividades que nos hacen sentir que tenemos el control. Y eso, psicológicamente, nos viene muy bien.
El psicólogo británico Pete Etchells lo explica de forma muy sencilla: los videojuegos nos atrapan no solo porque nos entretienen, sino porque participamos activamente en ellos. No estamos mirando una pantalla como en el cine o leyendo una historia. Estamos dentro, tomando decisiones, resolviendo problemas, equivocándonos… y volviendo a intentarlo.
En ese sentido, más que una droga, los videojuegos son un gimnasio para la mente. Y además, uno en el que te diviertes.
La ciencia habla: el cerebro se entrena jugando
Jugar no solo es divertido. También puede ser muy bueno para tu mente.
Una revisión reciente de varios estudios científicos ha encontrado algo muy interesante: los videojuegos pueden mejorar habilidades como la atención, la memoria visual y auditiva, la rapidez mental o la capacidad para resolver problemas. Vamos, que tu cerebro se pone en forma mientras juegas.
¿Un ejemplo curioso? Algunos cirujanos que juegan a videojuegos más de tres horas a la semana cometen un 37% menos de errores en quirófano. ¿Por qué? Porque tienen mejor coordinación ojo-mano y una percepción más afinada del espacio. Literalmente, jugar les ayuda a operar mejor.
Y no acaba ahí. En personas que juegan con frecuencia se ha visto más actividad en una zona clave del cerebro: el hipocampo. Esa parte está muy relacionada con la memoria y el aprendizaje. Hay investigadores que incluso se están planteando si jugar podría ser útil para prevenir el deterioro cognitivo en adultos mayores.
Así que sí: jugar puede ser mucho más que pasar el rato. También puede ser una forma de cuidar tu mente.
Violencia, PEGI y contexto
Es verdad que muchos videojuegos tienen escenas de violencia. Disparos, peleas, explosiones… están ahí. Pero también es verdad que eso no significa que quien juega vaya a ser más violento en la vida real.
Los estudios más recientes lo dejan claro: no hay una relación directa entre jugar a videojuegos violentos y comportarse de forma agresiva fuera de la pantalla. Lo que sí puede pasar (y esto es interesante) es que algunos juegos despierten frustración o enfado, pero no por la violencia en sí, sino por la competitividad. Exactamente lo mismo que puede ocurrir en un partido de fútbol o frente a un examen difícil.
Para ayudar a elegir bien los juegos, existe el sistema PEGI, que lleva funcionando desde 2003 en Europa. Clasifica los videojuegos según la edad recomendada y el tipo de contenido: violencia, lenguaje, miedo, apuestas… Lo malo es que mucha gente, especialmente padres y madres, todavía no lo conoce bien. Y revisar esa información lleva literalmente diez segundos.
Así que más que demonizar los videojuegos, lo importante es mirar el contexto: qué juego es, cómo se usa, cuánto tiempo se juega y si es adecuado para quien lo está jugando.
El verdadero problema: el tiempo y el contexto
Los videojuegos no son malos por sí mismos. No hay que tenerles miedo. El problema aparece cuando se usan en exceso y empiezan a quitar espacio a cosas importantes: dormir bien, moverse, hacer deporte, pasar tiempo en familia o con amigos.
La mayoría de estudios coinciden en lo mismo: el uso de pantallas por sí solo no explica casi nada sobre el bienestar de los adolescentes. De hecho, representa menos del 1% de las diferencias en cómo se sienten. Lo que realmente importa es cómo se usan y cuánto tiempo ocupan.
Ahora bien, eso no significa que todo valga. Aunque no hay pruebas sólidas de que las pantallas sean dañinas por sí mismas, un uso descontrolado o excesivo sí puede generar problemas, sobre todo si interfiere con rutinas básicas como dormir, moverse, comer bien o relacionarse. Hay teorías que apuntan a que un uso abusivo podría afectar al sistema de recompensa del cerebro —especialmente en edades tempranas—, pero la evidencia en este campo todavía está en desarrollo y no es concluyente. Lo que sí parece claro es que el contexto y los hábitos son mucho más importantes que el dispositivo en sí.
La clave está en el equilibrio. Jugar está bien. Pero no a cualquier hora, ni de cualquier forma. Igual que con la comida o el ejercicio: lo importante es la dosis.
Videojuegos, identidad y libertad
Una de las cosas más fascinantes de los videojuegos es que te dejan ser quien quieras. Puedes crear un avatar, elegir tu historia, moverte por mundos abiertos a tu ritmo y tomar decisiones sin miedo a equivocarte. Si sale mal, vuelves a intentarlo. No pasa nada.
Jugar se convierte así en una experiencia muy personal. Nos permite probar cosas nuevas, explorar formas de actuar, descubrir cómo respondemos ante retos… Es una manera de ensayar la vida sin las consecuencias de la vida real.
En muchos juegos actuales puedes decidir desde cómo te ves hasta cómo piensas, qué haces y qué no. Y eso, para muchos, se convierte en una vía de expresión. Una forma de conectar con partes de uno mismo que quizá no aparecen tan fácil en el día a día.
Para mí, los videojuegos son un lugar seguro. Un espacio para desconectar, para aprender cosas de mí mismo y también para disfrutar. No los idealizo, claro. Pero tampoco los miro con recelo. Son una parte más de la cultura, y como toda forma de cultura, pueden tocarnos, cambiarnos y acompañarnos.
Referencias bibliográficas
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